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Cuando usted piensa en una cacerola, ¿cómo se la imagina? En mi mente colombiana aparece un recipiente pequeño, de poca altura, como del diámetro de una arepa. En Chile, donde vivo hace unos años, una cacerola puede llegar a ser un artefacto mucho más profundo y difícil de llenar. Y es este preciso argumento el que llevó a Chile a ser el primer país de este lado del mundo en adoptar lo que se conoce como cacerolazo, y que hace que este análisis parezca ahora un poco más relevante.

El primer cacerolazo

Todo empezó con la visita de Fidel Castro a Chile, en 1971, durante el gobierno socialista de Allende, donde el cubano encontró una cálida bienvenida por un lado, pero también la rígida resistencia de las clases más pudientes y conservadoras por el otro, algo que se reflejó -entre otras cosas- en los diarios El Mercurio y Tribuna, donde se invitó a las mujeres a salir con cacerolas para denunciar el desabastecimiento que el país enfrentaba en ese tiempo.

Representantes femeninas de los partidos de oposición se apropiaron del llamado y lo bautizaron como “La Marcha de las Cacerolas Vacías” (Power, 2008), el primer cacerolazo latinoamericano.
(Foto : Marcha de las cacerolas – Tribuna)

Carmen Sáenz, una de las principales organizadoras del movimiento, promulgó que la idea se le ocurrió a una mujer de baja estatura, de contextura gruesa y “de pueblo”, algo que resultaba provechoso a los fines del movimiento porque alimentaba la creencia de que ésta era una revuelta de todas las mujeres, sin distinción, y no solo de la élite, como en realidad había sido hasta entonces. Y es que la pobreza en Chile -así como en el resto de América Latina-, tanto en cifras como en imaginarios colectivos, ha tenido cara de mujer indígena, negra o campesina, por lo que es de esperarse que la presencia de un rostro así fuera aprovechado como un símbolo, como la cacerola misma.
(Foto : Marcha de las cacerolas – El Mercurio)

«De pueblo» o no, muchas de las mujeres que irían a protestar no lo harían como ciudadanas, sino como madres, un rol que para el Chile de la época no tenía vinculación alguna con la política o la toma de decisiones, y que mantuvo a la mujer al margen de la publicidad (1) masculina y encerrada en la privacidad femenina de la cocina; cocina cuyas paredes se ensanchaban con el caminar de la cacerola, pero solo hasta la frontera entre la esfera política y el deber de alimentar a su familia. “La marcha, entonces, no era una manifestación política sino una extensión de las funciones domésticas de la mujer” (Power, 2008).

Así llegó el atardecer del primero de diciembre, cuando miles de chilenas se encontraron en la Plaza Baquedano de Santiago, haciendo sonar sus hondas y huecas cacerolas para reprobar la visita de Castro y la política económica de Allende. «En la olla no hay un hueso y el gobierno se hace el leso (2)«, brotaban las arengas (Power, 2008). Desde esa noche -que el gobierno decretó como Estado de Emergencia- se iba el sol, pero no el ruido de las protestantes.

Ilustración – Juan Vásquez Pastene

Así, la cacerola mutaba en un vigoroso símbolo antisistema que habría de encontrar su último episodio, al menos de esa temporada, el 11 de septiembre del 73, en el golpe de estado que se llevó la vida de Allende y que dio inicio a la bárbara dictadura de Pinochet.

Lo que la élite quizás no esperaba es que el instrumento que sentía tan propio iba a convertirse en la banda sonora del grupo contrario. Pasarían 3529 días (casi diez años) para que el sonido de las cacerolas se volviera a escuchar al unísono en Chile. Sería nuevamente de parte de la oposición, pero esta vez, en manos de la Confederación de Trabajadores del Cobre, que convocó al primer paro contra el régimen militar, el “11 popular”, en mayo del 83. Esa noche y como si se tratara del eco retardado del 71, empezaron a sonar miles de ollas vacías al lado opuesto de la ciudad, en las zonas populares. Algo que se reforzó con el despliegue militar que el gobierno desató esa noche, por lo que las centrales obreras llamaron a mantener las cacerolas, un arma capaz de atravesar los muros de las casas y las murallas culturales de la cocina que habían sido impenetrables para las mujeres de los setentas. El dirigente sindical Rodolfo Seguel comentaba que “con el paso del tiempo las protestas fueron aumentando en contenido y la gente fue arriesgándose cada vez más» (Gaviola, Largo y Palestro, 1994). Así, “arriesgarse” significó materializar la creencia que la gente ya tenía en los motivos de la protesta, y que se tradujo en una acción concreta de movilización. Era una suerte de “acumulación invisible hacia una conciencia colectiva en gestación” (Rauber, 2002), más o menos como el “no son 30 pesos, son 30 años” que disparó a la población a salir en masa en 2019, armada de una “invisible” conciencia colectiva.

El estallido social y el despertar del nuevo Chile

Una de las tantas diferencias entre las protestas del siglo pasado y las del 18 de octubre de 2019, fuimos los cientos de miles de latinoamericanos que ahora vivimos en Chile. Un día cualquiera, el jaguar (3) se puso de cabeza y ni locales ni extranjeros pudimos ser indiferentes, especialmente quienes dormíamos en el centro de Santiago y, en particular, los que no encontramos forma de volver a casa; como Yesenia, una vendedora informal (también del exterior) que andaba con sus dos hijos buscando la manera de regresar a La Pintana, un sector distante y una misión casi imposible para esa noche. Lo que no me imaginaba es que esa interacción con Yesenia sería solo una de las tantas formas en las que yo iba a terminar siendo parte del “despertar” nacional.

Los 30 pesos que le subieron a la tarifa del metro fueron suficientes para detonar la agitación social y desbordar una olla que, durante 30 años, había dejado un Chile visiblemente endeudado y profundamente desigual.

La manifestación fue aprobada por la mayoría y así empezó una pugna por el espacio público. Yo, en el medio, me cuestionaba si debía unirme. ¿Por qué sí?, ¿por qué no? Eran preguntas inevitables cuando la convocatoria es justo enfrente de mi casa y sobretodo, cuando se comparten los ideales que entran por la ventana. Como dice Fernández (2013), hay una serie de prácticas urbanas en las que “el caminante” se somete o resiste. Yo, todavía indeciso, sentía que no estaba en posición de exigir porque sencillamente no soy chileno, algo que no pude poner en palabras sino hasta después de varios días, y con lo que me ajusté el disfraz de “visitante” que sigo trayendo puesto.

La agitación del día sería silenciada con el Toque de Queda, o al menos eso esperaba Piñera cuando lo decretó en televisión la noche siguiente: “El objetivo de este estado de emergencia es muy simple pero muy profundo: asegurar el orden público, asegurar la tranquilidad de los habitantes de la ciudad”. La restricción al espacio público no solo avivó viejos temores, sino que fue recibida como una provocación inaceptable a la que mi vecindario inmediatamente plantó resistencia, ¿cómo?: a punta de cacerola. Como dice Salcedo (2002), “el espacio es siempre discutido en su uso, y por ende nunca puede ser completamente apropiado por los poderes y discursos dominantes”. Así es como el orden y la resistencia construyen y reconstruyen juntos el territorio, como con el resonar metálico que repicaba de allá para acá.

Se iba la noche y volvía la marcha. Todavía vacilando, decidí escabullirme en el gentío con la cámara de pretexto y como vitrina, para involucrarme pero sin comprometerme. Heller (1999) diría que yo estaba “implicado”, porque el hecho de estar ahí significaba que yo tenía algunas emociones y lazos asociados a la causa, y si no los tenía todavía, el viernes 25 iban a aflorar. Ese día, 1.2 millones de personas hicimos “La marcha más grande de Chile”, y digo “hicimos” porque ya no pude escapar al “nosotros”. Puede que haya sido efecto de “el derecho de vivir en paz” que tanto sentido puede hacerle a un colombiano, pero sobretodo fue el hecho de encontrar un papel que me hacía sentido. Un rol que no giraba en torno a “exigirle” a Chile, sino a “empatizar y retribuirle”, algo que sonaba más sensato en el eco de las cacerolas y de los dialectos foráneos que se unían al movimiento.

En el acento sonaba la diversidad, pero en la cacerola se escuchaba el vínculo. El cacerolazo es un medio de apoyo ciudadano a las manifestaciones, a aquellos que marchan (Fernández, 2013). Sería la primera vez que me comunicaba con mis vecinas y vecinos. Aunque fuera a través de una olla de lata, sería un intercambio más cálido y sentido que cualquiera de los saludos fríos del pasillo. Durante ese y los demás cacerolazos se respiraba cohesión, un sentido de pertenencia que creció junto con el grado de consenso, identidad e inclusión entre la comunidad (Dubet, 2013). Quizás seguía sin ser mi país, pero por primera vez, se convertía en mi territorio.
(Foto : Sopaipilla – Anónima)


NOTAS

  1. Publicidad como referencia al concepto de «lo público» acuñado por Benjamin (1935).
  2. Leso : expresión chilena que refiere a una persona que no se ha percatada de algo en particular. 
  3. Chile llegó a recibir el título de “el jaguar de Latinoamérica” por las cifras macroeconómicas que reportaba, con respecto al promedio de la región.


BIBLIOGRAFÍA

BENJAMIN, W. (1935) La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. México: Editora Itaca.

DONOSO, T. (1974). La epopeya de las ollas vacías. Santiago de Chile: Editora Nacional Gabriela Mistral.

DUBET, F. (2013). El trabajo de las sociedades. Buenos Aires: Amorrortu.

FERNANDEZ, R. (2013) El espacio público en disputa: Manifestaciones políticas, ciudad y ciudadanía en el Chile actual.

GAVIOLA, E., LARGO, E. & PALESTRO, S. (1994). Una historia necesaria. Mujeres en Chile: 1973 – 1990. Santiago de Chile.

HELLER (1999), Agnes, y Francisco Cusó. Teoría de los sentimientos. México: Ediciones Coyoacán.

POWER, M. (2008). LA MUJER DE DERECHA. El poder femenino y la lucha contra Salvador Allende, 1964-1973. Chile: Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos.

RAUBER, I. (2002) «Argentina, hora de unidad popular y de patria». En ¿Qué son las asambleas populares?, compilado por Rafael Bielsa y Miguel Bonnasso, 69–84. Buenos Aires: Ediciones Continente–Peña Lillo.

SALCEDO, R. (2002). El espacio público en el debate actual: Una reflexión crítica sobre el urbanismo post-moderno. Eure, 28(84), 5-19.

TRIBUNA. (1971) Marcha de la Mujer Chilena.

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Camilo Sánchez

Publicista. Diplomado en Fotografía y en Guión Cinematográfico. Maestrando en Comunicación Social. Dedicado a la comunicación desde el tercer sector, para la defensa del planeta y de la igualdad entre sus habitantes.

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